domingo, 27 de abril de 2014

Gracias, Gabo.

Como me sucede con Martín Romaña, nunca voy a tener la serenidad necesaria para hablar de los personajes que pueblan “Cien Años de Soledad”. Tampoco podré explicar muy bien por qué rompí a llorar cuando me enteré de la muerte de su autor, el genial Gabo, como si se tratara de la pérdida de un familiar cercano.

Me enteré de su muerte a través de un mensaje dejado en mi bandeja de entrada: “Lo siento, Ro. Murió GABO”. Ni siquiera reparé en el nombre del emisario de aquella terrible noticia. Sólo recuerdo que leí varias veces la palabra murió y varias veces la palabra GABO y esas dos palabras me resultaron por completo incompatibles, inconciliables, imposibles de juntar. Nada más descabellado que relacionar la energía creadora de García Márquez, su rutilante figura de llanero colombiano al recibir el Nobel, con la más pálida idea de la muerte.

“Murió Gabo” era una combinación perversa, irreparable. Sentí miedo de ingresar al internet sospechando que habría una vertiginosa llegada de imágenes y textos que podrían confirmarme la noticia. Quería darle tiempo a mi mensajero, a la vida, a la muerte, para que se rectifiquen.

Cómo comprender el deceso de García Márquez si en ese mundo paralelo donde reinventó la realidad ni siquiera la muerte era un destino final, porque los muertos en Cien Años de Soledad podían seguir comunicándose con los vivos: recordemos a José Arcadio cuando fue encontrado muerto “todavía pensando en Amaranta”, a Prudencio Aguilar cuyo rostro evidenciaba “una honda nostalgia con que añoraba a los vivos” o a Melquíades que regresó a la vida porque no podía soportar la soledad de los muertos.


Su muerte, sin embargo, era una verdad innegable y yo seguía recibiendo más mensajes de pesar hasta llegar a sentirme cómicamente la viuda de Gabo. Fue halagador que me asocien con su figura, seguramente porque me he convertido en portadora de sus frases: las cargo como una mochila para sacarlas en conversaciones y siempre recurro a ellas en los momentos más decisivos de mi vida. Y es que sus personajes me han ayudado mucho en mi búsqueda de autocomprensión. Sin duda, cualquiera que se mire con atención encontrará en sí mismo a algún personaje macondiano que le recordará que uno también es esa suma de posibilidades de grandeza y de miseria, de felicidad y de desdicha, de actos generosos y canallas.


Muchas veces he relacionado a Fernanda, Rebeca, Amaranta y toda la estirpe de mujeres Buendía con ese mundo de mujeres solitarias y aisladas que también conforman mi familia. Pero el ejemplo más visible de lo que quiero decir es Úrsula Iguarán. Quién no ha detectado que Úrsula es una madre como todas las madres: esa mujer de cuerpecito minúsculo pero de carácter enérgico e indoblegable, que emprende la tarea imposible de dirigir la casa de los Buendía y se siente siempre con la completa autoridad de regañar y corregir a golpes a sus hijos, aún cuando éstos frisen la edad de los cuarenta.


Quién no se ha sentido extasiado por ese amor desmesurado que el coronel Aureliano Buendía sentía por Remedios que “le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte”.


Quién no ha alucinado con la lujuria irrefrenable de Arcadio y Rebeca:“Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable”.


Y, quién no ha admirado la increíble tenacidad de los Buendía para emprender todo aquello que deseaban: “La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la Sierra para fundar Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento”.


Imagino que hasta el mismo Gabo terminó por convertirse en uno de sus personajes. Cuando escuchaba noticias de su salud, no podía evitar imaginarlo como Melquíades: el anciano que aún no desaparece físicamente pero que ya nadie toma en cuenta; y que camina solo de cuarto en cuarto arrastrando los pies como un fantasma. También era fácil imaginarlo como en los últimos días de José Arcadio: una sombra a quien la soledad y el olvido lo han aislado tanto de los demás que no tiene forma de encontrar alguna diferencia entre lunes y martes; relegado e imposibilitado de unirse a actividades que le hagan sentir el transcurso del tiempo se preguntaría como el patriarca de los Buendía: 

“¿Qué día es hoy?” Aureliano le contestaba que era martes. “Eso mismo pensaba yo”, decía José Arcadio, “pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes”.

Eso y mucho más es el mundo de Macondo, por eso envidio a los que van a leerlo por primera vez porque el sentimiento de perplejidad inicial y los personajes desmesurados que te maravillan son una sensación única e irrepetible. Ciertamente, la feliz perplejidad va a continuar en las lecturas posteriores, pero Gerard Genette define perfectamente lo que se ha denominado “la ultimidad de la primera vez, en la medida en que se experimenta intensamente su valor inaugural, es siempre al mismo tiempo una última vez, porque es para siempre la última de las primeras veces, y que después de ella, inevitablemente, comienza el reino de la repetición y de la costumbre”.


Y por esa milagrosa primera vez, le doy las gracias, por devolverme la capacidad infantil del asombro ante la vida cotidiana y reinventar mundos, palabras y verbos que no podrían haberse dicho mejor :“De un tirón brutal la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía una matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras le alacraneaba la cara con las uñas”.


Gracias a Gabo no sentí la menor angustia de dejar la facultad de Derecho y abandonarme a esa felicidad irresponsable de habitar por un tiempo el paraíso artificial que él construyó para mí. Sus palabras fueron vehículo y refugio.Seguramente lloré por esa relación que nos unía y que me deja con una sensación de orfandad. 

Cuando ahora escribo esto, me gusta pensar que le estoy agradeciendo directamente, (será porque me ha contagiado su imaginación desbocada) como si mis palabras pudiesen alcanzarlo a tiempo.