miércoles, 30 de septiembre de 2015

PETER CÁRDENAS Y EL ODIO


Los muros del Facebook están llenos de mensajes de odio y violencia desde que el ex terrorista Peter Cárdenas salió en libertad. La gente prefiere verlo fusilado o colgado de una viga antes de aceptarlo de nuevo libre en las calles. Algunos vociferan que el mejor terrorista es el terrorista muerto. Otros piensan que el Poder Judicial es ineficiente e inútil porque no responde adecuadamente a sus fantasías revanchistas del ojo por ojo y a sus deseos de venganza que han construido en su interior. Otros serían capaces de ir contra las reglas de juego y cambiar a su antojo leyes y sentencias con tal de ver a Cárdenas nuevamente en prisión.
Aunque comparto el mismo desprecio por la ideología terrorista, no puedo sumarme a esta campaña.
Vivir en un Estado de Derecho significa, entre otras cosas, que nuestras leyes no cambien según el favor del viento, el humor, la circunstancia, sino que sean aplicables a todos siempre. Decir que todos merecemos vivir menos los que delinquen no es Estado de Derecho. El Estado nació por una exigencia de buscar valores permanentes en oposición a los caóticos caprichos de la gente.
Existe un deber moral de respetar el Estado de Derecho porque con ella es posible la vida y el goce de nuestros propios derechos. Al respetar y proteger las leyes nos protegemos también a nosotros mismos. Y lo explica muy bien Tomás Moro en Un Hombre para la Eternidad:
“¿Le das el beneficio de la ley al demonio?”, le preguntaron una vez a Tomás Moro. “¿Qué harías tú”, retrucó.
“Haría hueco a las leyes para ir tras el demonio”, respondió su interlocutor. Moro contestó: “Y cuando hubiera caído la última ley, y el demonio se volteara hacia ti, ¿dónde te esconderías, estando todas las leyes abatidas?”.
Y más importante aún que proteger las leyes es protegernos de nosotros mismos, de que el odio no nos convierta en esclavos absolutos de nuestro enemigo. Nos convertimos en sus esclavos cuando dejamos que la misma ideología que los gobernó a ellos termine por gobernarnos a nosotros: la ideología del aniquilamiento, de la ilegalidad y del completo desprecio por la vida del otro. Es como si la violencia y el salvajismo no fuera contra lo que tendríamos que pelear. Como si no hubiéramos odiado la ilegalidad sino no ser los beneficiarios de esa ilegalidad; y aquí se trata de condenar la violencia y no perpetuarla. De eso debemos cuidarnos: de no convertirnos en lo que tanto hemos odiado.
Ahora recuerdo de Cien Años de Soledad el memorable diálogo entre el general Moncada y el Coronel Aureliano Buendía; el primero le reprocha al segundo: “Lo que me preocupa es que de tanto odiar a tus enemigos, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección”.

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