domingo, 27 de noviembre de 2016

EL GUSTO DE LEER EN LA FERIA DEL LIBRO ZONA HUANCAYO / FELIZH



Mi pequeña intervención en la Feria del Libro Zona Huancayo, hablando sobre el gusto de leer y  El Quijote de la Mancha.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

PETER CÁRDENAS Y EL ODIO


Los muros del Facebook están llenos de mensajes de odio y violencia desde que el ex terrorista Peter Cárdenas salió en libertad. La gente prefiere verlo fusilado o colgado de una viga antes de aceptarlo de nuevo libre en las calles. Algunos vociferan que el mejor terrorista es el terrorista muerto. Otros piensan que el Poder Judicial es ineficiente e inútil porque no responde adecuadamente a sus fantasías revanchistas del ojo por ojo y a sus deseos de venganza que han construido en su interior. Otros serían capaces de ir contra las reglas de juego y cambiar a su antojo leyes y sentencias con tal de ver a Cárdenas nuevamente en prisión.
Aunque comparto el mismo desprecio por la ideología terrorista, no puedo sumarme a esta campaña.
Vivir en un Estado de Derecho significa, entre otras cosas, que nuestras leyes no cambien según el favor del viento, el humor, la circunstancia, sino que sean aplicables a todos siempre. Decir que todos merecemos vivir menos los que delinquen no es Estado de Derecho. El Estado nació por una exigencia de buscar valores permanentes en oposición a los caóticos caprichos de la gente.
Existe un deber moral de respetar el Estado de Derecho porque con ella es posible la vida y el goce de nuestros propios derechos. Al respetar y proteger las leyes nos protegemos también a nosotros mismos. Y lo explica muy bien Tomás Moro en Un Hombre para la Eternidad:
“¿Le das el beneficio de la ley al demonio?”, le preguntaron una vez a Tomás Moro. “¿Qué harías tú”, retrucó.
“Haría hueco a las leyes para ir tras el demonio”, respondió su interlocutor. Moro contestó: “Y cuando hubiera caído la última ley, y el demonio se volteara hacia ti, ¿dónde te esconderías, estando todas las leyes abatidas?”.
Y más importante aún que proteger las leyes es protegernos de nosotros mismos, de que el odio no nos convierta en esclavos absolutos de nuestro enemigo. Nos convertimos en sus esclavos cuando dejamos que la misma ideología que los gobernó a ellos termine por gobernarnos a nosotros: la ideología del aniquilamiento, de la ilegalidad y del completo desprecio por la vida del otro. Es como si la violencia y el salvajismo no fuera contra lo que tendríamos que pelear. Como si no hubiéramos odiado la ilegalidad sino no ser los beneficiarios de esa ilegalidad; y aquí se trata de condenar la violencia y no perpetuarla. De eso debemos cuidarnos: de no convertirnos en lo que tanto hemos odiado.
Ahora recuerdo de Cien Años de Soledad el memorable diálogo entre el general Moncada y el Coronel Aureliano Buendía; el primero le reprocha al segundo: “Lo que me preocupa es que de tanto odiar a tus enemigos, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección”.

martes, 21 de abril de 2015

#DÉJALADECIDIR

"Si las mataniños ganan, que se exija que tal como hay un registro de hombres que tienen q cumplir con el pago de pensiones a sus hijos, que tambien exista un registro de cada mujer que decide abortar,, MERECEMOS SABER CONQUE TIPO DE PERSONAS ALTERNAMOS!!”
“A esa hora estemos donde estemos; seamos evangélicos, adventistas, católicos, testigos de jehová u de otra inglesia. Unámonos en oración. No solo por la NO aprobación de esta abominación; sino por las personas que lo proponen, para que se puedan arrepentir antes de que Dios les pida su existencia”
Hoy me metí a una de estas supuestas páginas pro-vida con la curiosidad de un entomólogo. Encontré muchos comentarios como los de arriba, de sujetos cuyas convicciones personales e ideas religiosas los llevan a proyectarse en el espacio femenino como si éste les perteneciera. Ellos consideran que la terrible y penosa decisión de abortar que toma una mujer cuando ha sido violada es una agresión a los derechos de las demás personas ajenas a la experiencia traumática.
Incapaces de salir de la perspectiva masculina como centro de la experiencia humana y como la única relevante, estos sujetos insisten en hacer de la defensa irrestricta de la vida un único parámetro válido e infalible para separar lo bueno de lo malo. Esto les impide ver a las mujeres más allá de un vientre receptáculo o reproductor, pues ya no las conciben como sujetos de derechos: la maternidad para las mujeres debe ser un designio único e inevitable, incluso en casos de violación.
Estos comentaristas y marchantes, que en las calles enarbolan la supuesta bandera de la vida, están convencidos de que el desarrollo del feto es moralmente superior a la dignidad de la mujer violada. Y así salen orgullosos y felices, empeñados en llevar a cabo su buena acción del día, sin darse cuenta de que están avalando la denigración de miles de mujeres en un país con la más alta tasa de violaciones sexuales en Sudamérica. Pero así siguen ellos, queriendo cumplir con el designio divino y la imposición de convicciones personales en vidas y cuerpos ajenos.
En pocos minutos, la Comisión de Justicia del Congreso debatirá el proyecto de ley que busca despenalizar el aborto en casos de violación sexual. Si los congresistas deniegan este derecho, se habrá confirmado que las mujeres como categoría social siempre estaremos subordinadas a los deseos, opiniones y convicciones de los hombres en un círculo de violencia sin fin.
La defensa irrestricta por la vida se ha enfocado desde un ángulo equivocado porque no considera la dignidad de las mujeres dentro de esta lucha. La perspectiva correcta debería ser dar a las mujeres todos aquellos derechos que hagan de su vida algo digno de ser vivida.
La defensa de la vida solo será hermosa cuando se articule con otra defensa igual de trascendental: la dignidad y la libertad de las mujeres.

domingo, 27 de abril de 2014

Gracias, Gabo.

Como me sucede con Martín Romaña, nunca voy a tener la serenidad necesaria para hablar de los personajes que pueblan “Cien Años de Soledad”. Tampoco podré explicar muy bien por qué rompí a llorar cuando me enteré de la muerte de su autor, el genial Gabo, como si se tratara de la pérdida de un familiar cercano.

Me enteré de su muerte a través de un mensaje dejado en mi bandeja de entrada: “Lo siento, Ro. Murió GABO”. Ni siquiera reparé en el nombre del emisario de aquella terrible noticia. Sólo recuerdo que leí varias veces la palabra murió y varias veces la palabra GABO y esas dos palabras me resultaron por completo incompatibles, inconciliables, imposibles de juntar. Nada más descabellado que relacionar la energía creadora de García Márquez, su rutilante figura de llanero colombiano al recibir el Nobel, con la más pálida idea de la muerte.

“Murió Gabo” era una combinación perversa, irreparable. Sentí miedo de ingresar al internet sospechando que habría una vertiginosa llegada de imágenes y textos que podrían confirmarme la noticia. Quería darle tiempo a mi mensajero, a la vida, a la muerte, para que se rectifiquen.

Cómo comprender el deceso de García Márquez si en ese mundo paralelo donde reinventó la realidad ni siquiera la muerte era un destino final, porque los muertos en Cien Años de Soledad podían seguir comunicándose con los vivos: recordemos a José Arcadio cuando fue encontrado muerto “todavía pensando en Amaranta”, a Prudencio Aguilar cuyo rostro evidenciaba “una honda nostalgia con que añoraba a los vivos” o a Melquíades que regresó a la vida porque no podía soportar la soledad de los muertos.


Su muerte, sin embargo, era una verdad innegable y yo seguía recibiendo más mensajes de pesar hasta llegar a sentirme cómicamente la viuda de Gabo. Fue halagador que me asocien con su figura, seguramente porque me he convertido en portadora de sus frases: las cargo como una mochila para sacarlas en conversaciones y siempre recurro a ellas en los momentos más decisivos de mi vida. Y es que sus personajes me han ayudado mucho en mi búsqueda de autocomprensión. Sin duda, cualquiera que se mire con atención encontrará en sí mismo a algún personaje macondiano que le recordará que uno también es esa suma de posibilidades de grandeza y de miseria, de felicidad y de desdicha, de actos generosos y canallas.


Muchas veces he relacionado a Fernanda, Rebeca, Amaranta y toda la estirpe de mujeres Buendía con ese mundo de mujeres solitarias y aisladas que también conforman mi familia. Pero el ejemplo más visible de lo que quiero decir es Úrsula Iguarán. Quién no ha detectado que Úrsula es una madre como todas las madres: esa mujer de cuerpecito minúsculo pero de carácter enérgico e indoblegable, que emprende la tarea imposible de dirigir la casa de los Buendía y se siente siempre con la completa autoridad de regañar y corregir a golpes a sus hijos, aún cuando éstos frisen la edad de los cuarenta.


Quién no se ha sentido extasiado por ese amor desmesurado que el coronel Aureliano Buendía sentía por Remedios que “le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte”.


Quién no ha alucinado con la lujuria irrefrenable de Arcadio y Rebeca:“Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable”.


Y, quién no ha admirado la increíble tenacidad de los Buendía para emprender todo aquello que deseaban: “La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la Sierra para fundar Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento”.


Imagino que hasta el mismo Gabo terminó por convertirse en uno de sus personajes. Cuando escuchaba noticias de su salud, no podía evitar imaginarlo como Melquíades: el anciano que aún no desaparece físicamente pero que ya nadie toma en cuenta; y que camina solo de cuarto en cuarto arrastrando los pies como un fantasma. También era fácil imaginarlo como en los últimos días de José Arcadio: una sombra a quien la soledad y el olvido lo han aislado tanto de los demás que no tiene forma de encontrar alguna diferencia entre lunes y martes; relegado e imposibilitado de unirse a actividades que le hagan sentir el transcurso del tiempo se preguntaría como el patriarca de los Buendía: 

“¿Qué día es hoy?” Aureliano le contestaba que era martes. “Eso mismo pensaba yo”, decía José Arcadio, “pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes”.

Eso y mucho más es el mundo de Macondo, por eso envidio a los que van a leerlo por primera vez porque el sentimiento de perplejidad inicial y los personajes desmesurados que te maravillan son una sensación única e irrepetible. Ciertamente, la feliz perplejidad va a continuar en las lecturas posteriores, pero Gerard Genette define perfectamente lo que se ha denominado “la ultimidad de la primera vez, en la medida en que se experimenta intensamente su valor inaugural, es siempre al mismo tiempo una última vez, porque es para siempre la última de las primeras veces, y que después de ella, inevitablemente, comienza el reino de la repetición y de la costumbre”.


Y por esa milagrosa primera vez, le doy las gracias, por devolverme la capacidad infantil del asombro ante la vida cotidiana y reinventar mundos, palabras y verbos que no podrían haberse dicho mejor :“De un tirón brutal la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía una matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras le alacraneaba la cara con las uñas”.


Gracias a Gabo no sentí la menor angustia de dejar la facultad de Derecho y abandonarme a esa felicidad irresponsable de habitar por un tiempo el paraíso artificial que él construyó para mí. Sus palabras fueron vehículo y refugio.Seguramente lloré por esa relación que nos unía y que me deja con una sensación de orfandad. 

Cuando ahora escribo esto, me gusta pensar que le estoy agradeciendo directamente, (será porque me ha contagiado su imaginación desbocada) como si mis palabras pudiesen alcanzarlo a tiempo.

domingo, 21 de abril de 2013

CUAUTHÉMOC SÁNCHEZ, COHELO, ROWLING?

Cuando estaba en el colegio, fui obligada a leer un libro llamado Juventud en Éxtasis de Carlos Cuauthémoc Sánchez. De más está decir que me causó una modorra insufrible. Cuando digo esto, muchos defienden su lectura sosteniendo que gracias a Cuauthémoc muchos jóvenes han comenzado a leer y eso generará una sana costumbre entre ellos. Si se refieren a generar costumbres, me parece que la gente que comienza leyendo los libros de Cuauthémoc se va a acostumbrar a la modorra intelectual y va a seguir buscando libros que, como Juventud en Éxtasis, no requieran de la inteligencia y la astucia del lector, sino solamente de su capacidad de pasmo.

El proceso de leer, en mi opinión, exige al lector que tome parte activa, que aporte su inteligencia y astucia, que no abdique de la facultad de pensar por cuenta propia.
La chatura intelectual que crea libros como los de Cuauthémoc no va a generar lectores que evolucionen en sus lecturas porque son lectores no entrenados para la actitud crítica, que sólo cumplen un papel de receptores anodinos de clichés y lugares comunes.

Yo concuerdo con Harold Bloom cuando escribió un artículo sobre Harry Potter (y es que muchos papás están contentos porque sus hijos por fin "leen" gracias a J.K.Rowling) y llegó a la conclusión: "Why read, if what you read will not enrich mind or spirit or personality?

miércoles, 27 de junio de 2012

"ES MÁS DIFÍCIL CUMPLIR CON LAS OBLIGACIONES DE PADRE QUE CON LAS DE PAPÁ"

Es mentira, mi viejo nunca fue mi héroe, él es mi antihéroe favorito: más cerca de El Chapulín Colorado que de Súperman. Me parece banal ensalzar la figura del padre hasta alturas inalcanzables. Prefiero tener a mi antihéroe cínico y burlón, jaranero impenitente, que siempre tiene el chiste preciso y perfecto para salir de cualquier apuro y cuyos modales mi madre no se cansa de corregir desde hace treinta años.

Hay dos cosas que disfruto mucho de mi viejo: Los chistes campechanos que suelta en cada sobremesa y que tanto sacan de quicio a mi mamá (ella tan prisionera de lo correcto) y las geniales historias de su infancia y juventud, relatos fieles a la realidad, o en todo caso, a su recuerdo personal de la realidad, lo cual (decía Borges) es lo mismo. Personajes y relatos contados con maestría y encanto, pues aunque no le guste leer mucho, está dotado de una sabiduría natural, perfeccionada en la escuela de la vida. No sé si esas historias tan exquisitas son del todo ciertas o mi papá miente para ayudar a la realidad y hacerla más emocionante. Lo cierto es que sus personajes como Dora Tello, Los Hermanos Corrochanos o el lorito Guapo se han insertado en mi imaginario con la misma fuerza que Don Quijote, Martín Romaña o el Coronel Aureliano Buendía.

Me encantan esas historias que le dan una aureola aventurera, de vida en constante cambio y movimiento y hacen realidad ese verso de Chocano: "Quiero vivir torrente..."

Mi viejo ha tenido siempre sus astucias para que el indomable carácter de mi mamá no lo hiera. Siempre tiene lista como respuesta una carcajada que trivializa y relativiza todo.

Como decía Sábato en boca de María Iribarne: "Vivir consiste en construir futuros recuerdos". Ahora mismo frente a él, escuchándolo reír a carcajadas para trivializar los comentarios de mi mamá, sé que estoy preparando recuerdos minuciosos para el día en que mi viejo me haga falta.

viernes, 5 de noviembre de 2010

LA VIDA EXAGERADA DE MARTÍN ROMAÑA - ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

LECCIONES DE UN SENTIMENTAL IRREMEDIABLE


La entrañable historia de Martín Romaña llegó a mismanos hace muchos años de manera casual. Ciertamente, mi modesto presupuesto de estudiante de secundaria me convirtió, por un tiempo, en una entusiasta lectora de libros prestados. Como aún no definía mis gustos literarios, me conformaba con aceptar la voluntad del prestamista de turno, de quien sospecho, solía prestarme el primer libro que encontraba en su estante. Para suerte mía, aquel día, Martín Romaña se toparía con las manos del prestamista indiferente y dejaría de ser un libro más entre los muchos que apilaban el deshonroso estante del olvido.

Martín Romaña, como ninguna otra criatura novelesca, educó mi adolescencia. La primera lección que me da este sentimental irremediable versa sobre el amor. Pero ¿qué puede enseñar sobre el amor un personaje que aún no logra desentrañar las razones por las que un día su Inés decidió abandonarlo? ¿Qué clase de educación sentimental puede proporcionar un sujeto que dice llegar tarde a todas las edades de la vida? Es simple, a pesar de los exagerados errores en su vida amorosa, Martín Romaña me contagió esa profunda fe en los libros para mejorar y enriquecer las relaciones personales. No olvidemos que, para conquistar a Inés, adhirió a su personalidad toques de Freud, chispazos de Bécquer y retazos de Henry Miller; era como vemos, un amor cultivado que no se limitaba al placer puramente físico sino que lo enriquecía con rituales, situaciones y gestos que lo dignificaban,.

El amor cultivado y sublimado no fue la única lección que Martín Romaña me dejó. Ciertamente, su libro está muy asociado a la risa en todas sus escalas: desde la sonrisa tibia hasta la carcajada rotunda. Los que piensan que su tragedia amorosa es narrada desde un clima invernal, se equivocan. Martín Romaña construye y destruye todo a través de su humor, se ríe de todo y de todos, es un secreto dinamitero del mundo.

Pero la razón fundamental que me llevó a elegir a Martín Romaña como mi personaje favorito fue la enorme semejanza entre él y yo: esa torpeza, esa timidez, esas ganas de "no molestar", y lo más importante, ese hombre que escribe porque quiere comprender, pues hasta el momento es un hombre caído; pero al escribir, al contar lo que ha vivido, logra perdonarse y reconciliarse con el mundo y es que uno está metido en vivencias que no entiende y las empieza a entender cuando las verbaliza, cuando el lenguaje da a los hechos cierto orden.

Seguramente, mi generoso prestamista de libros no entenderá nunca por qué me rehusé a devolverle el libro arguyendo mil excusas, pero leer a Bryce me puso en contacto con sentimientos que ignoraba que tenía, me puso en contacto con mi "otredad", y me niego a aceptar que el libro que tantas enseñanzas me brindó regrese al antiguo estante de la indiferencia.